miércoles, 22 de abril de 2015

El estrés de tener que ser todas las cosas del mundo

En los últimos años, especialmente en los últimos meses, tengo la sensación de que todos tiran de mí para que sea otra cosa. Para que no me conforme con ser como soy. Pues hay todo un mundo ahí fuera que no va a esperarme, que va a seguir dando vueltas sin parar. Y si no me subo a él, si no cojo el tren, si dejo pasar la oportunidad, me convertiré en alguien fracasado, fuera de ese selecto grupo que sí logra correr a la velocidad del mundo y, por tanto, mi vida perderá todo sentido. Una vida sin todo eso que dicen que debo hacer, decir, cambiar, conseguir, poseer.


El día a día está plagado de mensajes que nos instan a aprender los diez trucos para cualquier cosa. A menudo me sorprendo con una sensación de mal rollo al leer algún artículo que he encontrado en internet, en un periódico o en un blog. Sé atrevido, cambia las cosas, piensa out-of-the-box, no a la procrastinación, líbrate de los vampiros emocionales, aprende a organizarte mejor, sé mejor madre o sé malamadre, cuídate, practica deporte, haz dieta, no hagas, sé estilosa, llama a tus amigos, sé la mejor anfitriona, ve a las reuniones del cole, prepara el mejor cumpleaños infantil, sé asertiva, saca tiempo para ti misma, para tu pareja, para cada hijo por separado, en familia... ¡vete de vacaciones a un sitio super chulo sin dejarte la herencia de tu prole!


Y todo eso sólo me motiva a hacer una cosa. Lo que hace la mujer de la foto. 

G-R-I-T-A-R. 

Salir a la ventana y gritar bien fuerte. O mejor, subir al edificio más alto de Madrid y gritar mucho más alto y hasta que me quede sin voz.

Pienso: ¿y si dejo de leer artículos? ¿y si dejo de mirar twitter, facebook y demás redes asociales? Tal vez si me mudara a vivir al campo, y tirara el móvil a la basura, y la tablet y la tele, incluso la radio. Aunque seguiría siendo difícil pues los mensajes continúan en la voz de tus compañeros de trabajo, tus amigos, tus grupos de whatsapp, (no de estos no, que el móvil lo he tirado), tus hijos, tu pareja. Como no me vaya por tiempo indefinido de retiro a un convento...lo veo cuasi imposible.

Qué agobio. Siempre sintiendome como el conejo de Alicia, sólo que de maravillas nada de nada. O como uno de esos muñecos flexibles cuyas piernas y brazos puedes estirar hasta el infinito y más allá.



Y yo con estos pelos, esta ropa, estos kilos, estas comeduras de tarro. Queriendo ser, dentro de la imperfección inherente a todo ser humano (excepto Brad Pitt), un poquito de algunas de esas cosas que se supone debemos ser.

Así que mira, he tomado una determinación. Me bajo. Me apeo. Me piro. Todo metafóricamente hablando, claro.

Me da a mí que el mundo no se va a percartar de que yo paso triple de subirme a él, que va a seguir girando al mismo ritmo que viene haciéndolo hace millones de años. 

Cada día dará una vuelta entera sobre sí mismo. 

Y cada año completará su periplo alrededor del sol.

Por si acaso voy a mirarme este vídeo de TED sobre los 8 secretos de la gente exitosa, más que nada por si cambio de idea, que yo soy muy contradictoria.





viernes, 10 de abril de 2015

Hoy quiero ser más yo y menos esa otra...



Quiero bajarme de los tacones y calzarme las deportivas. Lavarme la cara y sólo poner después un poco de crema hidratante. Ponerme los pantalones más cómodos que tengo, aunque los llevara ayer. Y esa camisa amplia que me hace olvidar las que yo considero imperfecciones de mi cuerpo. Y si hace frío, llevar mi plumas aunque sea abril. Y salir a la calle así, sin maquillar y sin miedo a que nadie piense de mí que no me cuido o tengo mala cara. Que alguien se atreva a mirarme las ojeras, las arrugas y la tripa. Que me reiré de ello, pues me dará igual.

Hoy quiero ser un poco más yo y decir lo que pienso y lo que siento, sin tener que medir cada palabra,   por miedo a ser rechazada, por esa tendencia a agradar siempre y que tan poco me agrada a mí misma. Y no hablo de decir cosas feas, no, sólo hablo de ser más yo, sin tener que ponerme caretas, sin tener que ser cada día políticamente correcta. En la oficina, en la calle, en el cole...Más como soy en casa, más como soy aquí.

Hoy quiero ser un poco mas yo y no esa otra que invento cada mañana para integrarme en este mundo en el que giro y me mareo. Esa que debe sonreir más, sonreir siempre. Esa que debe encontrar cada vez la palabra adecuada en cada contexto. La que debe estar ahí cuando se la necesita. Las que debe responder a cada correo y atender a todos y cada uno de la mejor manera posible. Y que, sin embargo, tiene a la vez la sensación de que nunca dice lo que debe decir, ni hace lo que debe hacer, ni atiende a nadie como sería correcto. Hoy quiero olvidarme de ella y acordarme más de quien soy en realidad.

Hoy quiero despreocuparme, deshacerme de adornos, desatender esta vida que me pone cada lunes en el camino unidireccional que debo seguir. 

Hoy quiero atenderme un poco más, solo por un día, a ver qué se siente. Sin tener que hacer todo para los otros. Sin tener pensar en los otros antes de mostrarme. Sin espejos. Sin nada más que yo.






domingo, 5 de abril de 2015

La primera vez


Hacer algo por primera vez siempre me ha dado respeto. Sí, hasta comprar un pollo entero. Era imaginarme pidiendo un pollo en la carnicería y quedarme en blanco escuchando al pollero preguntándome si lo quería para hacer al horno o guisado. A mí no me hagan esas preguntas. No me hagan preguntas en general, y más si son de respuestas múltiples. Sopeso tanto las decisiones, que me pongo mala cuando voy a un restaurante y la carta es un libro de varias hojas.

La primera vez que vas a un trabajo nuevo da un poco más de yuyu que lo del pollo. Aunque como he pasado por múltiples empresas a lo largo de mis 18 años de carrera, casi que lo del animalico es peor. ¿Qué hago yo con esa cosa extraña con pinta de esqueleto que me apareció junto a la pechuga y los muslos? ¿Para qué sirve tal parte del cuerpo? Por si acaso permanece en mi congelador, junto a las cabezas de pescado del año pasado.

No, en serio, hay cosas que he hecho por primera vez muy tarde. Cosas que por lo general todo el mundo ha hecho ya, a mi edad, hace siglos. Y no, no pienses en sexo que no van por ahí los tiros ni voy a hablar de ello aquí. Mi madre me lee. "Hola, mamá".

Cosas como ver la Guerra de las Galaxias (a los 28 años), probar el queso de Cabrales (a los 35), montar en el Teleférico de Madrid (a los 41), actuar en un festival de baile (32), visitar el Palacio Real (40) o comprar legumbres a granel en la frutería. Y el pollo, no nos olvidemos del pollo.


Recuerdo también la sensación de ansiedad que me provocó mi primer trayecto en coche, en mi propio coche, mi primer coche propio, desde casa a la oficina, conduciendo yo, se entiende. Tenía 29 años y estaba embarazada.

Me viene a la cabeza la primera vez que hablé en inglés en una entrevista de trabajo, tenía 26 años. Fue un desastre absoluto y no me dieron el trabajo. Aunque tuve una segunda oportunidad y al final lo conseguí. Otra cosa no, pero si se trata de preparar algo a conciencia, a eso no hay quien me gane.

Si echo la vista atrás, cuanto mayor me hago parece que me quedan más cosas por hacer. Y me agobio porque el tiempo es limitado. Y yo aún no he comprado un pulpo fresco para hacer al horno. Ni he faltado al trabajo fingiendo estar enferma, quedándome en la cama hasta las mil, sola o acompañada. Ni he hecho El Camino de Santiago. Ni he montado en auto caravana. Ni he ido a un concierto de U2.

Aunque sí he sido primeriza para otras cuestiones en las que un alto porcentaje de la humanidad suele ir un poco más lenta. Como dejar la casa de mis padres a los 17, hipotecarme a los 27, ser madre a los 30 (que parece que no pero hoy día es ser madre joven) y teñirme el pelo desde los 16, para lo cual me podía haber estado quieta. Si hubiera sabido que ahora tendría que hacerlo cada tres semanas.

Las primeras veces. Momentos de emoción y de inquietud al mismo tiempo. El sabor de lo nuevo, el miedo a lo desconocido. El atractivo de vivir cosas diferentes que nos saquen de la rutina, que nos aporten puntos de vista que desconocíamos, sabores y olores que no imaginábamos, cualidades nuestras escondidas. Como la de hacer caldos con las cosas extrañas que congelamos.









miércoles, 1 de abril de 2015

Cosas que me pasaron en Disneyland París y que no esperaba y otras que sí

Disneyland París
Personajes Disney


Cuando era pequeña no existía Disneyland París sino Disneyworld Orlando, y allá era donde todos los niños soñábamos ir. Sueños que se quedaron en eso, en sueños infantiles, pues muy pocos, sólo unos privilegiados a los que no tuve el gusto de conocer en mi entorno cercano, pudieron hacer realidad.


Entrada a Disneyworld
Entrada a Disneyworld


El 12 de abril de 1992, fecha en la que se inauguró el entonces llamado Eurodisney, yo ya contaba con 18 años, iba a la Universidad, y sólo pensaba en hacer viajes a Londres, Nueva York y cosas por el estilo. Disney me quedaba tan lejos como la infancia. Así que, con un poco de nostalgia por lo que pude haber sido y no fue, dejé el viaje pendiente para más adelante. Sabía que el ser madre le aportaría el atractivo que necesitaba.

Desde que tuve a mi primera hija quise llevarla, sobre todo en esa etapa de princesas que todas o casi todas pasan. Aunque a los cinco años ya me dijo un día muy seria: "mamá, ya no quiero ser princesa, quiero ser exploradora". Cosa que me gustó, pues a mí el rollo princesas es lo que menos me va del universo Disney. Las exploradoras (y no Dora precisamente) molan más.

Mi princesa favorita, Mérida
Creo que es mejor ir al parque Disney a partir de los cinco o seis años. Antes no, porque luego no les quedan los recuerdos. Después de esa edad, hasta los doce años más o menos, pueden seguir conservando esa ilusión de niños que tan necesaria es para disfrutar de verdad de este lugar. Aparte que, cuestión importante, pagan como niños y no como adultos. Cosa muy a tener en cuenta en un sitio donde los precios son tan altos que parecen una broma, pero son tan verdad como las manchas de los polos del cole.

Así que, como mi segunda niña llegó cuando la mayor tenía cinco...hemos esperado hasta este año para hacer realidad el viaje a Disneyland. Por eso y porque la coyuntura económica no lo ha permitido antes. Ellas tienen once y seis años.

Lo primero que no me esperaba fue comprobar en la agencia de viajes que esa oferta de niños gratis hasta 12 años es un poco "timo". La primera vez que preguntamos salí de allí con el alma por los pies porque el precio que me dieron superaba con creces mis posibilidades. Y eso que era temporada baja, en el mes de marzo.

Como soy muy cabezota, ejem, perseverante, no me conformé, y me puse a investigar por Internet, directamente en la web del parque. También en otras agencias, en blogs y todo lo que pillé que hablara de Disneyland París. Y se me ocurrió hacer una búsqueda de los vuelos en Iberia. Voilà, conseguí un precio muy bueno por los vuelos, ademas en mejor horario en las fechas en las que queríamos ir, del 18 al 21 de marzo. 425 euros por los cuatro. Reservé los vuelos, pues te dejan hacerlo sin comprar durante un par de días, y me fui al día siguiente de nuevo a la agencia.

Hotel Santa Fé en Disneyland París
Pedí precio sin la oferta de niños gratis, pues las plazas de esa oferta estaban todas ocupadas excepto para hoteles Disney a partir del Newport (de los más caros) y me dieron un presupuesto muy bueno (sí, creedme, es muy bueno si tenemos en cuenta a dónde vamos) en el Santa Fé, por 1200 euros, 3 noches, 3 días de pensión completa y 3 días de entradas al parque. Nosotros queríamos dormir en los hoteles Disney pues la intención era ir solamente una vez y ya hacíamos la gracia completa. Aunque a toro pasado, me doy cuenta de que estar en los hoteles es mejor únicamente por comodidad, ya que el parque está a pocos minutos en un autobús que pasa cada quince por la puerta del hotel.

No contratamos los traslados en la agencia, pues yo, feliz de mí, creía que podíamos apañarnos con el RER, el cercanías de París. Un día antes del viaje me puse a mirar los precios y me di cuenta de que no merecía la pena, pues los billetes salían caros y el trayecto era infinitamente más incómodo. Así que contraté un taxi con precio cerrado en MyTaxi, por internet. 75 euros y como reyes. El autobús VEA que va a los parques cuesta 72 para 4 personas. A la vuelta, en cambio, como el RER era gratis debido a la contaminación de la ciudad, sí que optamos por ir en tren. Tuvimos que pagar algo más de 27 euros por el Orlyval, que es el tren que une la estación de Antony con el aeropuerto de Orly, pues esa parte no la pusieron gratis. Aún así nos salió genial de precio.

Una vez allí, por fin, tras dejar las maletas en la habitación, decorada con motivos de las película Cars, y sin nevera ni bolsa para la ropa sucia (para mí fundamentales ambas), nos fuimos disparados al parque. Eran las 3:30 de la tarde. Estábamos ansiosos.




Llegar a las puertas del parque, el Disneyland Parc, pues hay otro llamado Walt Disney Studios, fue algo mágico para las niñas. Esa primera foto delante de la estatua de Mickey, que supongo todo el mundo hace, está llena de ilusión y de ganas por descubrir todo lo que alberga el complejo. Para ellas no es un parque temático, aunque lo es con todas las letras, para ellas es como estar dentro de un cuento, de muchos cuentos a la vez, y todo llama su atención, todo merece un "mira mamá".

Otra de las cosas que no esperaba era que, sin haber planificado apenas el viaje, todo salió rodado. Me dejé llevar, tal y como me aconsejó una sabia amiga, y mi ansiedad por pensar que no nos iba a dar tiempo a nada, dio paso al disfrute. Me puse la careta de niña, me trasladé a mis siete años, y empecé a verlo todo de otro color. Es importante hacer esto, pues de otra forma, el parque te puede parecer una cosa abominable, llena de señores adultos disfrazados de muñecos o de chicas de veinte vestidas de princesas. Repleto de decorados falsos de cartón piedra, trenes de la bruja sofisticados y templos del consumo por todas partes, a rebosar de juguetes Disney, camisetas Disney, dulces Disney...donde no puedes comprar nada por menos de 3 euros, ni el agua. Puedes acabar muy mal si no te pones en la piel de un niño.

Sobre todo si piensas en las famosas colas. Esas colas horrorosas que te han dicho todos que vas a encontrar y de hecho lo ves. Ves las atracciones preparadas para asumir hordas de gente dispuestas a pasar dos horas de pie con tal de ver a los Piratas del Caribe o montar en la atracción de Buzz Light Year.

Pues bien, nosotros no tuvimos que hacer colas en casi ninguna atracción, ninguno de los 3 días. Me dijeron que daba igual la época del año en que fueras. Sin embargo, no sé si fue el frío, que eso sí, hizo mucho, o que el cielo amenazaba lluvia, nosotros tuvimos suerte. En casi todas las atracciones teníamos como máximo 10 minutos de espera, en otros cero, como la montaña rusa Big Thunder Mountain, que le dio un poco de miedo a la peque, todo hay que decirlo. Esta ausencia de personal nos permitió montar en todo lo que queríamos. Las únicas 3 filas importantes que hicimos fueron: en el Teatro de Mickey para hacernos la foto con él, en la calle para hacernos la foto con Goofy y en Walt Disney Studios, en Ratatouille, la mejor atracción de todas para mi gusto. Merece la pena esperar, de verdad.



¿Lo que más nos gustó?

Sin duda el espectáculo nocturno sobre el Castillo de la Bella Durmiente, castillo que, por cierto, una esperaba mucho más grande y espectacular de lo que es en realidad. Eso sí, en las fotos queda genial. El espectáculo se hizo a las 8 de la tarde, un poco antes de cerrar el parque. De hecho sobre las 7:30 ya casi no dejan subir a ninguna atracción ni puedes pasar por las inmediaciones del castillo. Horario de invierno, en verano todo se alarga más. Nosotros sólo quisimos verlo una vez, para conservar en el recuerdo lo sorprendente y grandioso del descubrimiento inicial. Bueno, por eso y porque si esperas al final luego sí encuentras colas para salir del parque y coger el autobús de vuelta al hotel :)




Otra de las cosas que nos encantó, en especial a las peques, fue la cabalgata de carrozas y personajes que se celebra todas las tardes por la calle principal Main Street. La vimos el mismo día de la llegada, mientras degustábamos nuestra pause gourmande, un detalle que nos daban a los húespedes de los hoteles Disney, consistente en una bebida caliente o fría y un donut o barra de helado. Otra cosa con la que no contaba y que nos vino de perlas, aunque, eso sí, saltándome todos los protocolos del malamadrismo, había sido previsora y me había llenado las maletas de galletas, frutos secos, pan y fiambres comprados en el super del barrio, para tomar entre horas,ya que los precios del parque son prohibitivos. Las botellas de agua rellenables las compré en una máquina del aeropuerto a 1,60.




¿Qué más cosas?

Reservar en los restaurantes un día antes para las comidas y cenas. Me lo aconsejó otra buena amiga y le hice caso, aunque creo que no nos hubiera hecho falta porque como ya he contado no había mucha gente. Eso sí, no es necesario hacerlo por teléfono desde España. Allí en el hotel te lo hacen sin problemas y mucho más fácil. Normalmente hablan español. Otra cosa que me alucinó. Yo, que quería practicar mi francés, no pude. Todo el mundo te habla en español (o casi), aunque tú les hables en francés (debo hablarlo tan mal que no me extraña). Aparte de que hay muchos españoles trabajando allí.


Nosotros quisimos salirnos un poco de los restaurantes estándar de nuestra pensión completa. Hay tres niveles y el nuestro era el básico. Y, aunque he de decir que la comida no es tan mala como la gente dice, una noche decidimos darnos un pequeño homenaje en el Blue Lagoon, donde la gracia reside en que está al lado del lago de la atracción de Piratas del Caribe. 

¿Qué quieres que te diga? El sitio está chulo, de nuevo si lo miras con ojos de niño, y no piensas que estás encerrado en un sotano a oscuras rodeado de decorados de piratas que dan un poco de grima. Pero la comida es muy normalita, si te ciñes al menú para que no te salga por un ojo de la cara. Si volviera a Disney, me ceñiría a los restaurantes de la lista y, si acaso, iría a ver el espectáculo de Buffalo Bill's Wild West Show, que nos quedamos con ganas, en el Disney Village.

¿Más cosas?

Al parecer lo típico es que los niños lleven un cuaderno que te venden por todos sitios para los autógrafos de los personajes. Yo quería comprarlo aquí en España pero se me olvidó y, sinceramente, cuando nos dimos cuenta ya no nos merecía la pena. Aparte que eso suponía hacer colas cada vez que veíamos a un personaje. Para lo cual, menos mal, ni mis hijas estaban dispuestas.

Tampoco hicimos la super cola de dos horas para la foto con una princesa Disney. A L.E. no le importó en absoluto. Ella era feliz sólo con pasear por allí. A L. le interesaban más otras cosas, como las grutas de los piratas y la casa en el árbol.

Podría hacer interminable este post contando una a una nuestras aventuras por allí. Así que, de momento, lo dejamos aquí. 

En resumen puedo decir que la experiencia fue muy buena, a pesar del frío. Que el hotel no era tan chulo, pero era cómodo (ponte a coger un tren a París después de un día entero de parque con las niñas reventadas) ni la comida tan horrible, ni las colas tan tremendas (en nuestro caso). 

Y que la ilusión y la inocencia con las que mis hijas recibían y contemplaban todo lo que les salía al paso eran  tal y como había imaginado. Perfectas.


¿Y tú, has estado en Disney o tienes ganas de hacerlo?